A LARGE WEEK-END IN BALVANERA
Leandro A. Cuellar
Una peor que otra. Yo creo que es esta ciudad apagada con maleantes que se pelean desde que se levantan hasta que se acuestan. Los ratis no están o parecen que los miran sin decir mucho. Ayer uno fue a romperle la cara delante mío al peruano o venezolano que vendía celulares. Yo me había quedado sin carga y este comerciante me prestó. Ahora bien, no quería comprarle celulares, seguramente, robados a algunos niñatos de universidad cara.
—10 mil.
—¿Qué 10 mil? ¿Me estás viendo la cara? ¿Somos socios o no… eh?
Antes de recibir la paliza esa tensión estaba latente por una negociación. Luego apareció el barbudo joven como él con chaqueta negra. Ladrones, vendedores y tal vez dealers… bien vestidos. No digo traje. Pero sí con buen atuendo.
Es esta ciudad. No me permito entender llegar a este hotel de mala muerte por un trabajo para ganar experiencia.
¿Experiencia de qué?
Sólo me pagaron el hotel y miren lo que es. No tengo ni para comer. Mi jefe y supuesto amigo que vive por acá me dice que vaya a llevarle la camisa para coser con su esposa a la pizzería Imperioso Porteño. Le digo que no tengo plata.
—A las 11 a. m. —me dice por mensaje.
Y luego: —Serían 5 o 10 minutos y me voy que tengo cosas que hacer.
Me niego a ir. La coseré yo. Ni para una pizza de mierda tenés para pagarme. ¿Cuántas cosas te hice gratis, amigo? No le dije eso, obviamente.
Pensé en Ana María Martínez Vargas. Pensé en la nada misma. Pensé que dos pensamientos se conjugan en uno solo y regulan al ente mismo que es pensado. Lo metafísico porteño. Uno puede estar con un libro de Hegel en una pocilga. Mira hasta dónde llegaste. Leía a Stevenson ayer y no podía concentrarme por un par de tiros. Ya nadie sale afuera a mirar. Es común. Siempre y cuando no entren a la habitación 407, no hay inconveniente. Puse llave. Jamás me olvidaría de eso.
Extraño a mi perro y a mis gatos. Quisiera dormir con ellos. Me siento tan apagado en esta ciudad-pocilga. La habitación tiene telarañas y humedad. Son tantos los defectos de este pequeño espacio que entran en mi mente y crean una poética del espanto.
Si estuvieras, Ana María Martínez Vargas, conmigo. Ya no sería pocilga. Mi amiga Ana María Martínez Vargas siempre me cambia el humor. No puedo verla aún. Mi amigo Matías dice:
“Si alguien quiere verte, te ve”.—Silencio.
Mis relatos deben ser fantásticos. Debo viajar con alguna hiena y arrancarle la cara a alguna sirvienta como máscara para el evento del sábado. Hay pizza. Por suerte esa noche voy a comer. El otro día me llevé unos sándwiches de un catering en el bolso. Me sentí bien con eso. Lo justifica el hambre y el sobrevivir. Mis fotos muestran empresarios bien vestidos y mujeres absurdamente coquetas.
Qué indecencia haber leído a Marx en esta instancia mundial. Me arrepiento del conocimiento. Mataría por extirparme este cerebro. Háganme el favor de pegarme un tiro en el cerebro, maleantes. Sirvan para algo. Ahora salgo. Disparen. Luego acomoden el cerebro nuevamente y me pongo mi traje para trabajar dignamente en lo que sea. Es el salario requerido para ser persona. Aún no lo soy. La cámara está en el piso. Poco me preocupa si está en el piso, en la cama o flotando en el aire.
Desnúdense.
