A una hora de la pelea más importante de su carrera, el 12 de diciembre de 1968, Nicolino Locche dormía plácidamente en la camilla de su vestuario.
Mientras Paul Takeshi Fujii descargaba su furia al ritmo ensordecedor de Deep Purple en el camarín contiguo, Locche reposaba con una serenidad inusual para un combate de tal magnitud.
Poco antes, había sido encontrado por su sparring, Juan Aguilar, fumando a escondidas en el baño del hotel, en cuclillas sobre la tabla de un inodoro.
La calma de Locche contrastaba con la ansiedad y agresividad de su rival, quien se preparaba como un verdadero samurái para defender su título mundial de peso welter junior.
En el ring, Locche desafió todas las expectativas. Fue una de las pocas veces en su carrera que cambió su estilo defensivo y esquivo, y decidió atacar como nunca.
Su apertura de zurda y sus ganchos precisos a la zona alta y abdominal desgastaron a Fujii, quien, cegado por una herida en el ojo, no pudo seguir. Fue tan grande que su arte sobre el ring transformó la furia y la potencia de Fujii en una danza desesperada y sin rumbo. Con cada round, Nicolino mostraba que el verdadero dominio no era solo físico, sino psicológico, quebrando la voluntad del campeón con su elegancia y precisión.
Al finalizar, Fujii se rindió antes del décimo asalto y el estadio estalló en asombro y frustración de los espectadores japoneses. Locche regresó como un héroe a su tierra, escoltado por multitudes y ovaciones, consagrando un triunfo que, más que un combate, fue «una de las mayores epopeyas del boxeo argentino», inmortalizando a Nicolino Locche como el «intocable» del cuadrilátero.